Henri vive una extraña relación con su entorno. Desde la cabaña de su montaña está presente y no está. Se ha atado a la naturaleza y cuida de todos sus objetos y a su medio pues su aislamiento lo obliga a respirar su ecosistema con más fuerza. Henri quiere perdurar en el planeta desde su mito de vida salvaje cuando al final, la naturaleza que habita está ya muy urbanizada. A pesar de todo, no ha resuelto se empuja con fe hacia mejores soluciones existenciales pues su estar en el mundo le parece dudoso y a menudo quiere regresar a ser un hombre urbano. Su mente viaja desde el mito de la desaparición de la humanidad, hasta la idea del retorno. Quizá lo único que necesita para persistir en su cabaña es una pareja, una familia. En se defecto, su relación con sus animales, con sus objetos y su medio es intensa. Quizás algo obsesiva. Se siente en un estado salvaje que no es tan pleno como quisiera, al final de cuentas, nada apasionante. Henri se siente en un extraño desierto que no puede abandonar y a la vez, le duele profundamente. Henri se siente abandonado por la divinidad y de manera dual, totalmente acogido y protegido. Estaba en el centro de una crisis de ausencias, del extrañar voces y compañía, risas y energías del viento habitado cerca, olores y contactos, cuando llegó Andrea a su vida. Entonces, se equilibró su mundo y cuidar objetos y animales cobró un nuevo sentido. Pero comprendió que no era Andrea quien lo sacaba de sus depresiones e inacción, de sus obsesiones con sus objetos y animales. Andrea era central en su vida, pero sólo él logró resolverse, aceptarse y perder el miedo a la vida, a su vida tan sui generis, sin embargo, enaltecer a Andrea y amarla, era el motor existencial más importante que lo motivaba y daba sentido y dirección a su vida.
Henri se salva a sí mismo inspirado en Andrea
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