Perashá Vayera
Dios se aparece a Abraham. Pasan tres extraños y Abraham les ofrece hospitalidad. Uno de ellos le dice a Abraham que Sara tendrá un hijo. Sarah, al escuchar, se ríe con incredulidad. Luego, Dios le cuenta a Abraham sobre el juicio que está a punto de derramar sobre el pueblo de Sodoma. Abraham se involucra en un diálogo trascendental con Dios acerca de la justicia. Dios está de acuerdo en que si hay diez hombres inocentes en la ciudad, Él los perdonará. Dos de los visitantes, ahora identificados como ángeles, van al sobrino de Abraham, Lot, y lo rescatan a él, a su esposa y a dos de sus hijas de la destrucción de Sodoma. Eventualmente, el niño prometido, Isaac, nace de Sara. La parashá termina con la gran prueba de la “atadura de Isaac”.
Nos dice Rab Sacks:
La Torá nos está enseñando algo fundamental y contrario a la intuición. Tiene que haber separación antes de que pueda haber conexión. Tenemos que tener el espacio para ser nosotros mismos si queremos ser buenos hijos para nuestros padres, y debemos permitirles a nuestros hijos el espacio para ser ellos mismos si queremos ser buenos padres. Argumenté la semana pasada que Abraham, de hecho, estaba continuando un viaje que su padre Teraj ya había comenzado. Sin embargo, se necesita cierta madurez de nuestra parte antes de darnos cuenta de esto, ya que nuestra primera lectura de la narración parece sugerir que Abraham estaba a punto de emprender un viaje que era completamente nuevo. Abraham, en la famosa tradición midráshica, fue el iconoclasta que golpeó con un martillo a los ídolos de su padre. Solo más tarde en la vida apreciamos plenamente que, a pesar de nuestras rebeliones adolescentes, hay más de nuestros padres en nosotros de lo que pensábamos cuando éramos jóvenes. Pero antes de que podamos apreciar esto, tiene que haber un acto de separación.
Del mismo modo en el caso de la atadura de Isaac. Durante mucho tiempo he argumentado que el punto de la historia no es que Abraham amara a Dios lo suficiente como para sacrificar a su hijo, sino que Dios le estaba enseñando a Abraham que no somos dueños de nuestros hijos, por mucho que los amemos. El primer niño humano se llamó Caín porque su madre Eva dijo: “Con la ayuda del Señor, he adquirido [kaniti] un varón” (Gén. 4:1). Cuando los padres creen que son dueños de su hijo, el resultado suele ser trágico. Primero sepárense, luego únanse. Primero individualizar, luego relacionar. Ese es uno de los fundamentos de la espiritualidad judía. No somos Dios. Dios no somos nosotros. Es la claridad de los límites entre el cielo y la tierra lo que nos permite tener una relación saludable con Dios. Es cierto que el misticismo judío habla de bittul ha-yesh, la anulación completa del yo en la luz infinita que todo lo abarca de Dios, pero esa no es la corriente principal normativa de la espiritualidad judía. Lo que llama la atención de los héroes y heroínas de la Biblia hebrea es que cuando hablan con Dios, siguen siendo ellos mismos. Dios no nos abruma. Ese es el principio que los cabalistas llamaron tzimtzum, la autolimitación de Dios. Dios hace espacio para que seamos nosotros mismos. Abraham tuvo que separarse de su padre antes de que él, y nosotros, pudiéramos entender cuánto le debía a su padre. Tuvo que separarse de su hijo para que Isaac pudiera ser Isaac y no simplemente un clon de Abraham. El rabino Menahem Mendel, el Rebe de Kotzk, lo expresó de manera inimitable. Él dijo: “Si soy yo porque soy yo, y tú eres tú porque eres tú, entonces yo soy yo y tú eres tú. Pero si soy yo porque tú eres tú, y tú eres tú porque yo soy yo, ¡entonces yo no soy yo y tú no eres tú!”. Dios nos ama como un padre ama a un hijo, pero un padre que realmente ama a su hijo deja espacio para que el niño desarrolle su propia identidad. Es el espacio que creamos el uno para el otro lo que permite que el amor sea como la luz del sol para una flor, no como un árbol para las plantas que crecen debajo. El papel del amor, humano y divino, es, en la hermosa frase del poeta irlandés John O'Donohue, "bendecir el espacio entre nosotros.
Es central me parece lo que Rab Sacks nos señala. La pandemia nos obligó a separarnos y a cuestionar nuestro respeto a todo otro, saber escucharlo antes de hablar. Tratemos de no entrar en la promiscuidad del contacto de todo tipo con todo otro sin necesidad de pandemias. La sana distancia nos obliga a aproximarnos a todo otro desde la conciencia y el respeto para acercarnos en profundidad y dar fuerza a nuestros lazos humanos y nuestra asistencia, misión de vida. Ahora con guerra en Israel y no olvidemos Ucrania, y con los desastres en Acapulco somos llamados a estar presentes y asistir desde nuestras posibilidades individuales físicas y espirituales, en acción para contribuir a la paz y rescate mundial en todos sentidos.
¡Shabat shalom a todos!
Grace Nehmad